La síntesis de la evolución política misionera

(*) Por Nicolás Marchiori
A decir de Henry Kissinger, los líderes se enfrentan inevitablemente al reto constante de impedir que las exigencias del presente abrumen el futuro. Los líderes comunes tratan gestionar lo inmediato, mientras que los grandes líderes intentan mejorar la sociedad en función de su visión. En el siglo XX, numerosos estudiosos, como el eminente historiador francés Fernand Braudel, insistieron en considerar a los individuos y a los acontecimientos que estos conforman como meras “perturbaciones superficiales”. Ante los movimientos, las estructuras y las distribuciones de poder, historiadores sociales y filósofos políticos sostienen que la humanidad está privada de toda elección y, por extensión, no puede sino abdicar de toda responsabilidad. Estos son, por supuesto, conceptos válidos para el análisis histórico. Pero siempre se aplican según la agencia humana y se filtran a través de la percepción individual.
Ahora bien, la cuestión que esto plantea es si estas fuerzas son endémicas o están sujetas a la acción social y política. La física ha aprendido que el proceso de observación altera la realidad. De la misma manera, la historia nos enseña que los hombres y las mujeres conforman su entorno con su interpretación subjetiva respecto del mismo.
Grandes líderes de la historia como Churchill, De Gaulle o Adenauer comprendieron que es la agencia humana lo que convierte en inevitable aquello que parece serlo. Fueron más allá de las circunstancias que heredaron y, así, llevaron a sus sociedades hasta la frontera de lo posible.
La dinámica de las sociedades actuales ha sucumbido las viejas estructuras de los grandes partidos tradicionales, que han pasado a ser esquemas obsoletos. La heterogeneidad dada en la conformación de las nuevas sociedades y la pluralidad de necesidades e intereses de los diferentes grupos que las integran han generado una gran crisis en los partidos políticos que no pudieron o no quisieron actualizar su doctrina. Lo cierto es que las personas ya no se mueven por ideologías, se mueven por causas. Y esto se debe en gran medida a la dinámica que ha impuesto la sociedad líquida. Los partidos tradicionales han demostrado hasta aquí su incapacidad de adecuarse a los nuevos tiempos, situación que creó una fractura entre una legitimidad de origen, que da los votos, y una legitimidad de ejercicio que otorga o retira la actuación diaria de aquellos que han sido elegidos para ocuparse de los asuntos concernientes a la ciudadanía.
Gran parte de la clase dirigente es responsable de esta situación. Y para colmo de males, nada hacen por revertir este preocupante presente. La discusión respetuosa, sin insultos es fundamental para la convivencia democrática. En tiempos signados por rumores, difamaciones y operaciones en redes sociales a través de fake news, el sano debate se ha vuelto un elemento de vital importancia para el fortalecimiento democrático y el respeto por la diferencia.
La clase política debe entender que en un auténtico debate de ideas no ganan o pierden personas determinadas, sino que ganan todos, porque se terminan imponiendo los mejores argumentos y las ideas más convincentes. En un auténtico debate de ideas todos aprenden, incluso a matizar nuestras posiciones, a reconocer errores, a comprender la complejidad de los temas, y aleja a todos de la simplificación que polariza la sociedad con posturas maniqueas. Ahora bien, cuando las personas no saben argumentar o no tienen más argumentos por falta de profundidad o de claridad, comienzan a señalar problemas o debilidades personales de sus interlocutores y, en lugar de responder al argumento contrario, descalifican. Es allí donde pierden el debate y perdemos todos como sociedad.
Un vasto sector de la dirigencia que no se supo adaptar a los nuevos tiempos, está más preocupada por las disputas internas y en conquistar espacios de poder que en solucionar los problemas de los ciudadanos de a pie. Están inmersos en una burbuja en donde tienen la firme convicción de que la agenda de la clase política es congruente con la agenda de la sociedad. Nada más lejos que eso. Enceguecidos por el poder, día a día toman más distancia de la ciudadanía y acrecientan esa brecha que desemboca indefectiblemente en un divorcio entre la política y la ciudadanía. Es así que comienza a tallar en el inconsciente colectivo el sentimiento de desafección, y eso reviste extrema gravedad porque desemboca en una fractura cívica.